Thursday, December 31, 2009

Libro "La otra cara del fuego"


El libro "La otra cara del fuego", de Gilberto Aguilera, fue publicado en septiembre de 2009 por la editorial librosenred.com. Está disponible en edición impresa y dos formatos digitales en los sitios www.librosenred.com, www.amazon.com y www.barnesandnoble.com.
Gilberto Aguilera nació en 1960 en Puerto Juanita, un pequeño pueblo en el noroeste de la República Dominicana. En 1983 se inició como periodista en el diario El Caribe y Tele Antillas. Durante muchos años fue corresponsal en su país del noticiero Eco, de la cadena mexicana Televisa. En 1984 apareció su primer libro: El camión amarillo, una colección de ocho cuentos. En el libro La otra cara del fuego desfilan el niño asmático que anhela ver a un mago fantástico a cambio de tomarse los repugnantes remedios; el hombre rico que decide pasar un día en la indigencia; los aterrados habitantes de una ciudad azotada por una misteriosa plaga de ratas; el niño cuyo deleite está en contemplar a los muertos; el hombre que aun después de morir ayuda al sepulturero a cavar su propia tumba, y otros personajes insólitos. He aquí dos de los once cuentos que conforman el libro.

La otra cara del fuego


De mis años de infancia guardo los más hermosos recuerdos. No se trata de que mi niñez haya transcurrido en un jardín de rosas sin espinas. No. Por el contrario, esa etapa de mi vida estuvo marcada por sucesos terribles que dejaron en mí un montón de huellas indelebles. Pero mamá y mi amiga Vilma me forjaron tantos sueños y tantas esperanzas, que si bien en su mayor parte no se hicieron realidad, sin ellos tampoco me hubiera sido posible sobrevivir. Yo apenas había cumplido los seis años de edad cuando esos despiadados ataques de asma comenzaron a golpearme con fuerza, y a mamá le perturbaba la idea de que yo me fuera a morir. No era para menos, pues de los cinco varones que le habían nacido, sólo yo había logrado sobrevivir por tanto tiempo. Mamá atribuía mi supervivencia a que la madrina Miguela me había comprado desde el embarazo, para que en caso de que yo naciera varón me fuera a vivir con ella a su casa y no corriera la misma suerte que mis otros hermanos. Pero aunque mamá aceptó ese extraño pacto sin el menor reparo (habría aceptado cualquier cosa por ver crecer a un varón), nunca lo vio como un sello de garantía de vida, aun cuando mis primeros años transcurrieron sin ningún problema de salud.
Cuando yo tenía cuatro meses de nacido, Mireya, mi hermana mayor, se enfermó de gravedad al dar a luz a su primogénito Daniel. Mamá adoptó al recién nacido y nos lactaba a ambos de sus pechos. “Me pegaba a mi morenito de un seno, y al blanquito de mi hija del otro seno”, solía decir orgullosa mamá. Ambos íbamos creciendo saludables, hasta que me aparecieron los ataques de asma. Venían de repente y me ahogaban. ¡Uf!, cómo deseaba yo en aquellos momentos poder respirar tan sólo un poquito. Pero nada, me sentía agonizar entre jadeos y silbilancias en los brazos de mamá.
Muchas veces ella pensaba que todo iba a terminar en ese preciso momento, y yo le rogaba a Dios que así fuera. Eso no era vida, mejor era morir. Al fin y al cabo, yo no valía nada. Tan sólo un trozo de dulce de leche que la madrina Miguela compró por una moneda de un centavo. Ese fue el precio que ella pagó por mí, cuando yo apenas comenzaba a formarme en el vientre de mi madre.
Pero mamá pensaba distinto. Ella estaba dispuesta a luchar contra el aguijón de la muerte y ganarle la batalla. Así que en poco tiempo se hizo experta en asuntos de asma.
Me limpiaba impecablemente la habitación y retiró de la casa todo objeto, animal doméstico o planta ornamental sospechosos de encenderme los ataques. Como primer paso en busca de ayuda fuera de la casa, me llevó donde un médico naturista que con su fórmula a base de extractos de hojas y raíces de diversas plantas garantizaba la curación definitiva del asma en un plazo de un mes. El tratamiento resultó en un brillante fracaso.
Entonces mamá salía de mercado en mercado y de camino en camino buscando cuantas hierbas curativas le recomendaban los vecinos y quienes afirmaban haber vencido el asma mediante ese método. En cada regreso a casa mamá traía una nueva fórmula, una nueva esperanza de arrancarme del pecho esa terrible dolencia, que no me mataba pero tampoco me dejaba vivir. Los medicamentos convencionales, tales como los aerosoles broncodilatadores, estaban descartados, pues mamá decía que si bien producían un alivio temporal, provocaban efectos colaterales que a la larga resultaban peores que la enfermedad que pretendían curar, sin haber logrado curar la enfermedad. Ella buscaba una cura segura y definitiva.
Una mañana, cuando yo aún estaba en la cama, llegó la madrina Miguela con un brebaje verduzco en una tacita de porcelana. “Traigo esta medicina para que empecemos a curar al niño”, le dijo ella a mamá. La madrina Miguela me sacó de la cama entre sus brazos, me apretó entre sus piernas y me hizo beber obligado el remedio. Aquello sabía a rayo. En ese momento yo pedí a Dios que me quitara la vida antes que volver a tomar esa pócima amarga y pestilente. Pero pronto me di cuenta de que me esperaban días literalmente amargos. “Se lo vamos a dar todos los días antes del desayuno hasta que se haya curado”, dijo la madrina Miguela.
Al día siguiente y durante muchos días y meses, la madrina Miguela envió el brebaje con Vilma, una muchacha como de trece años que ella había comprado desde el embarazo a una mujer a la que no le sobrevivían las hembras, por el mismo precio y en las mismas condiciones en que me había comprado a mí. Paradójicamente, la madrina Miguela era la partera del pueblo y, sin embargo, nunca había tenido hijos, pese a que se casó desde muy joven. Ella decía en broma que tenía que atender tantos partos que no le quedaba tiempo para ponerse a hacer sus propios hijos. Y hasta cierto punto tenía razón. Cómo parían esas mujeres de mi pueblo. Se tomaban muy en serio el mandato de hacerse muchos para llenar la tierra.
Nunca olvidaré aquel primer día en que Vilma llegó con el remedio. Cuando la vi con la tacita en las manos, me eché a correr por el patio de la casa. Ella no se molestó en seguirme. Sencillamente se paró en la puerta y me dijo en voz alta: “No corras, detente, o te vas a sofocar, y entonces te vendrá el ataque.” Y yo me detuve y regresé a la casa. Ella me metió entre sus piernas, se llevó la taza a la boca y fingió haberse tomado un trago del brebaje. Entonces me dijo:
—Está delicioso, sabe a café.
Pero la trápala era obvia, porque yo me di cuenta de que ella apenas se tocó los labios con el borde de la taza, mientras retenía la respiración para evadir el olor nauseabundo del remedio. Años después supe que se trataba de una mezcla de zumo de hierbas, aceite de higuereta, sábila y cebollín machacado. Todo eso camuflado con un poco de café amargo.
Al tercer día decidí terminantemente no tomarme el remedio. De modo que me escapé de la casa tan pronto vi acercarse a Vilma y corrí veloz calle arriba hasta que sólo el cansancio y la fatiga lograron detenerme. Mamá me tomó entre sus brazos y me llevó de regreso a la casa. Y cuando yo me repuse de aquel cansancio y de aquella fatiga, mamá me hizo la promesa que cautivó todas mis ilusiones:
—Hijito, si te tomas el remedio todos los días, cuando te cures te voy a llevar a ver al hombre del fuego.
Ella lo describía como un mago fantástico que hacía brotar fuego de sus entrañas y dibujaba con fuego el sol y las estrellas. La primera vez que mamá lo vio, el hombre del fuego actuaba de noche en la sala de espectáculos de un hotel atestado de turistas, donde ella y papá pasaban unas vacaciones de fin de semana. El hombre hacía brotar de su boca lenguas de fuego que subían hasta el techo alto del salón y sin embargo ni siquiera lo chamuscaban. Actuaba al ritmo de tambores. A uno de los espectadores le pareció un acto de salvajismo.
—¿Es esa la imagen del país que ustedes pretenden llevar al mundo? —le dijo el espectador.
—¿Y qué es el mundo? —respondió el hombre del fuego.
—Pues es el lugar donde tú vives y donde todos nosotros vivimos.
—Pero el mundo es fuego. Y nosotros también somos fuego, porque nos originamos del sol, que es fuego.
—Y el infierno, el lugar donde deberías estar tú, también es fuego —dijo el otro hombre.
—Pero el infierno no existe.
—Sí existe.
—Entonces muéstrame el infierno.
—Primero muéstrame tú el sol.
—¿Acaso no lo ves levantarse y cruzar el cielo todos los días?
—Sí, pero yo quiero verlo ahora. Si el sol es fuego y tú tienes poderes sobre el fuego, muéstrame el sol ahora.
Y el hombre del fuego hizo que se apagaran todas las luces. Y sopló despacio hacia el este. Entonces el salón se hizo crepúsculo y mañana y tarde y crepúsculo y noche. Y aparecieron la luna y las estrellas. Y entre la luz de la luna y las estrellas, el hombre del fuego buscó con su mirada al otro hombre que lo desafiaba, y le dijo: “De qué me sirve el mundo en que tú vives si yo puedo construir mi propio mundo. Mira, este es mi mundo.” Y el que desafió al hombre del fuego ya no dijo más nada, porque él al igual que todos estaban maravillados. Y mamá saltó de su asiento y empezó a gritar: “Él es grande, él es grande, él es grande…” Y nadie pudo detenerla sino el hombre del fuego, que le dijo:
—Y tú, hija, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Ana.
Entonces el hombre del fuego respiró profundo y sopló despacio. De su boca salió un aliento llameante que tomó forma de abecedario. Dos letras se separaron del abecedario, una de ellas se duplicó, y ahora eran tres letras que fueron a posarse por encima de la cabeza de mamá. Ella alzó su mirada y vio su nombre escrito entre ella y las estrellas, su nombre Ana escrito con letras de fuego que titilaban con las estrellas. Y mamá volvió a gritar: “Él es grande, él es grande, él es grande…” Pero esta vez nadie pudo detenerla. Papá la tomó del brazo y se la llevó a la habitación.
Cómo deseaba yo ir a ver al hombre del fuego para que escribiera por encima de mi cabeza mi nombre. ¿Que aún no he dicho mi nombre? Me llamo Antonino. La madrina Miguela escogió ese nombre que no me gusta para nada. Por suerte, todos me dicen Tony. Sin embargo, era mi nombre de pila el que yo quería ver escrito con fuego. Así que del abecedario debían desprenderse cinco letras, de las cuales una debía duplicarse y otra debía triplicarse. Iba a ser fantástico. Y por eso todos los días yo fingía tomarme con gusto aquel remedio amargo y repugnante que al principio hicieron pasar por la fuerza por mi garganta. Todos los días se repetía puntualmente el ritual, todas las mañanas venía Vilma a la casa con la tacita. Un día le pregunté a Vilma si iría con nosotros a ver al hombre del fuego, y ella sonrió con picardía y me dijo que sí. Porque yo sabía que Vilma no creía en el hombre del fuego. A mí ella no me lo decía, pero sí a Anita, la menor de mis hermanas, a la que yo le seguía en edad. “¿Un mago fantástico que hace brotar fuego de sus entrañas y dibuja con fuego el sol y las estrellas?”, solía decir Vilma. “Ay, Anita, ¿no te das cuenta de que eso es pura poesía de tu mamá? Son cosas imaginarias que sólo pueden caber en una mente poética y fabulosa como la de ella.”
Porque mamá tenía alma de poetisa. Y me escribía poemas que a veces convertía en canciones. Y cuando mamá me cantaba sus poemas en mis momentos más difíciles, su voz se hacía grande y se elevaba hasta tocar las puertas del cielo. Y los ángeles del cielo bajaban en miríadas a hacerle coro. Y entre esas voces angelicales yo me estaba quieto, me olvidaba de mis dolencias, y dormía, dormía…Cómo olvidar esos momentos, tan terribles y a la vez tan fascinantes.
Yo no sé si Anita realmente creía o no en el hombre del fuego, porque ella siempre ha sido un tanto pirofóbica, producto de una quemadura en la cara que recibió cuando mamá dejó caer accidentalmente una vela encendida sobre su cuna. “Ah, el fuego”, decía Anita. “El fuego te calienta en esas noches heladas, con él cocinas tus alimentos, pero cuidado con el fuego, porque el fuego tiene dos caras. Miren mi rostro.” Y Anita mostraba esa horrible cicatriz en su frente.
Pero para mí, el hombre del fuego era tan real como mamá misma, porque ella nunca me decía mentiras. Ella era diferente a papá, que nunca me decía la verdad. Bueno, a veces me decía verdades a medias. Pero una verdad a medias es una gran mentira.
Cuánto odiaba yo a la madrina Miguela por prepararme ese remedio amargo. Por eso le hice trampa, con un poquito de complicidad de parte de mamá, y nunca me fui a vivir con ella. Porque además, yo nunca habría podido vivir sin mamá. Y cuánto odiaba yo a Vilma por llevarme todos los días ese remedio. Mentira, a Vilma yo la amaba. Cómo empecé a extrañarla a partir de aquel día en que mamá decidió darme de alta y ella ya no volvió con el brebaje. A veces pensaba que si yo logré sobrevivir a aquellos terribles ataques de asma, no se debió a mi deseo inapagable de ir a ver al hombre del fuego, sino a la ternura con que Vilma me trataba. Aun cuando se dio cuenta de que yo ya no me oponía a tomarme la pócima, ella seguía metiéndome entre sus piernas apretadas y me llevaba la taza a la boca, después de haber tocado ella el borde de la taza con su boca. Y luego me abrazaba y nos tirábamos abrazados en la cama y nos quedábamos dormidos hasta que mamá nos despertaba y nos decía que nos levantáramos a bañarnos y a desayunar porque ya era hora de irnos a la escuela. Y Vilma y yo nos íbamos juntos a la escuela.
Un día, mientras mamá estaba en la cocina, le pregunté por qué Vilma ya no venía a darme el remedio. Y ella soltó los platos que estaba lavando y vino a tomarme entre sus brazos.
—Pensé que ese remedio no te gustaba, mi angelito —me dijo ella—. Pero es que ya no lo necesitas.
—¿Entonces ya no me voy a morir?
—Nunca pensé que te fueras a morir. Es cierto que esa idea me atormentaba, pero siempre confié en Dios en que te ibas a sanar, mi cielo.
—¿Entonces ahora me vas a llevar a ver al hombre del fuego?
—Pues claro que sí. Es una promesa.
Pero cada hombre y cada mujer han de tener en su vida un sueño que jamás habrán de ver convertirse en realidad. Y esa fue mi amarga experiencia en el caso del hombre del fuego. No se trata de que mamá no cumpliera la palabra empeñada conmigo, o que el hombre del fuego fuera tan sólo una leyenda como afirmaba Vilma. No. Mamá puso todo su empeño en llevarme a ver al hombre del fuego, y cuando llegó ese día tan anhelado, Vilma estuvo con nosotros en primera fila. Pero el hombre del fuego ya había dejado de existir, es decir, había perdido sus poderes sobre el fuego. “La envidia, hijito, lo que hace la envidia”, me decía mamá tratando de consolarme.
Después nos contaron algunos detalles. Un día al hombre del fuego se le incendió su propia casa. Entonces él salió apresurado a la calle y sopló su aliento hacia el fuego. Pero las llamas no se apagaron. El hombre cerró sus ojos enrojecidos, respiró profundo, volvió a soplar fuerte y dijo: “Fuego, yo te ordeno que te detengas.” Pero las llamas no se detuvieron. Por el contrario, se elevaron hasta convertirse en gigantescas nubes de humo y fuego que eclipsaron ese sol brillante que se posaba en el punto más alto del cielo.
Y ante las miradas perplejas de sus vecinos (para qué llamar a los bomberos si él tenía poderes sobre el fuego), el hombre lloró de impotencia, cayó de rodillas y golpeó repetidas veces el suelo para maldecir el fuego; ahora que su casa y su mundo se desvanecían en el fuego, ahora que su casa y su mundo eran reducidos a la nada por la otra cara del fuego.

Tuesday, December 29, 2009

Cascarrabias

José Antonio dio el primer picazo, y la tierra le devolvió la herramienta como vara de zahorí que ha detectado un gran manantial de agua subterránea. En sus largos años como sepulturero, él nunca había sentido la tierra resistirse de tal manera a ser hoyada. El entierro era a las once, y aunque él sabía por experiencia que los sepelios siempre se retrasaban, pensó que aun así la sepultura no estaría lista a tiempo. Le dio vuelta al pico y empezó a cavar a toda fuerza con el colmillo de la herramienta, como para ir ablandando la tierra. Y cuando terminó de cavar la fosa, se sintió desfallecido.
Una extraña sensación de cansancio lo dominaba. ¡Uf!, sudaba a chorros, sus manos temblaban estrepitosamente. Miró hacia el fondo de la fosa y advirtió que estaba un poco desnivelado, que aún le faltaba el toque final. Pero antes se sentó a la sombra de un frondoso árbol. Sintió que una brisa moderada sopló por entre el follaje del árbol y algunas hojas marchitas cayeron al suelo. Vio que a seguidas una brisa más débil surgió en forma de remolino, levantó las hojas caídas y las metió por entre el follaje del árbol. No las vio caer de nuevo. José Antonio tuvo la impresión de que las hojas volvieron a aferrarse a las mismas ramas donde habían estado prendidas.
Se puso de pie y caminó casi a rastras hasta el colmado frente al cementerio para tomarse un extracto de malta. Si bien sintió que la bebida lo refrescó un poco, no le devolvió de inmediato las fuerzas como él esperaba. Cuando regresó al cementerio, un hombre notablemente furioso lo esperaba junto a la fosa que él recién había cavado. El hombre lo miró de reojo y le dijo:
—¡Esa fosa está mal hecha, carajo! ¡Usted no es más que un chapucero!
Fue un grito resonante, ensordecedor. A José Antonio le pareció que el hombre tenía la intención de despertar a los muertos para que escucharan esa humillación a que lo estaba sometiendo. El hombre tomó las herramientas de José Antonio (el pico, la pala, la escoda) y entró a la fosa. ¿Quién sería ese hombre petulante y entrometido que venía a cuestionar su trabajo? ¿Sería el nuevo supervisor del cementerio? Le habían dicho que el supervisor iba a ser reemplazado. Le dieron ganas de insultarlo, de enterrarlo vivo, pero estaba tan agobiado…
El hombre salió de la fosa y le devolvió los instrumentos a José Antonio. Luego le pidió excusas. Le dio un golpecito en el hombro, y se fue. José Antonio volvió a sentarse bajo el árbol. Ahora su mente se concentró en la imagen de un hombre que había visto en el colmado, tomándose una cerveza recostado al mostrador. Era un hombre de musculatura protuberante, cuya cabeza rapada y reluciente a José Antonio le pareció diminuta comparada con la robustez de su cuerpo.

2

En una funeraria de la ciudad, los amigos de Humberto desfilan compungidos ante su féretro. Hay escenas de dolor y llanto. Sus familiares lloran desconsoladamente su muerte. Con cuarenta años de edad, aún era muy joven para morir. Además, era una persona tan encantadora. Aunque quisquilloso, eso sí, colérico. En su casa, si el café estaba muy amargo o muy dulce, lo echaba por el lavabo, insultaba a su mujer y él mismo iba a prepararse su café. En la oficina era lo mismo. Si un documento tenía algún error, lo rompía en la misma cara de la secretaria, lo tiraba a la cesta de la basura y se sentaba a redactarlo de nuevo. Nunca estaba conforme con nada. Pero siempre terminaba doblando sus rodillas ante el ofendido. Idalia, su secretaria, decía que Humberto era como la marea: que sube, pero baja. Sin embargo, ayer subió y no bajó. Idalia no le dio tiempo a que bajara, porque ella también subió bien alto. Humberto llegó airado a la oficina. Eran las diez y veinticinco. Se paró frente al escritorio de Idalia, y explotó.
—¿Por qué usted no me dijo que don Andrés me había cancelado la cita? ¿O es que usted se cree que yo no tengo trabajo que hacer?
—Pero licenciado…
—A mí no me venga usted con peros. Don Andrés en Nueva York, y yo como un tonto buscándolo en su oficina, perdiendo mi tiempo, nada más que por culpa de usted.
—Pero yo se lo dije, licenciado, sería que…
—¡Usted a mí no me dijo nada, carajo! ¡Usted no es más que una mentirosa!
—Licenciado, a mí no me diga mentirosa, que yo a usted le he aguantado de todo, pero a nadie le soporto que me llame mentirosa.
—Pues yo sí le llamo como me dé la gana, porque usted no es más que una irresponsable.
—Más irresponsable es usted.
Humberto manoteó sobre el escritorio, como un corcel piafante. Pero no pudo decir más nada. Se fue cayendo de lado, agitado, jadeante, hasta derrumbarse. Idalia llamó al 911 y lo llevaron al hospital. Pero ya era demasiado tarde, el infarto había sido fulminante.
Ahora está en el cementerio. Un sepulturero llamado José Antonio recibe el féretro a las cuatro y quince. Hubo que retrasar el sepelio para dar tiempo a que llegaran unos familiares de Humberto que residen en el extranjero. José Antonio, que tiene como norma no enterrar ninguna caja sin antes asegurarse de lo que hay adentro, levanta la tapa del ataúd y observa el cadáver. Se espanta. Mira a su alrededor, buscando ese mismo rostro del difunto entre los varones que han venido a darle el último adiós, pero no logra encontrarlo.
—Por casualidad, ¿el difunto tenía algún hermano gemelo? —pregunta José Antonio.
—No —le responden.
—Entonces, este hombre vino adonde mí esta mañana, me reprochó que la fosa estaba mal hecha y él mismo terminó de cavar su propia tumba.
José Antonio oye que unos se ríen de él, que otros lo llaman embustero, que otros dicen que está loco. Pero, como para calmar su vergüenza, también advierte que algunos se quedan perplejos.

3

José Antonio tomará el autobús frente a la entrada al cementerio. De regreso a casa, primero tomará un baño y se cambiará de ropa. Más tarde estará sentado a la mesa para la cena. Frente a él estará su esposa Carmen Dilia, a su izquierda su hija Sandra, a su derecha su hijo Ricardo. Como todas las noches, él les contará sus vivencias del día en el camposanto. Regularmente lo hace después de la cena, pero hoy cambiará el esquema, pues habrá tantas cosas que contar. Les hablará de la dureza de la tierra del cementerio, de su extraña fatiga, del remolinillo que devolvió al árbol las hojas caídas, del fortachón microcéfalo que tomaba cerveza en el colmado.
Lo otro no se atreverá a contarlo, no tendrá valor para contarlo. En su casa nadie tiene ni siquiera una mínima idea de quién era Humberto, ni mucho menos de cuáles fueron las causas que lo precipitaron a la tumba. José Antonio ha calculado que por lo tanto, de ponerse a contarles esa otra historia, ninguno de ellos se quedaría perplejo. Que en cambio, Sandra se reiría de él, Carmen Dilia lo llamaría embustero y Ricardo pensaría que su padre se estaba volviendo loco.