Tuesday, December 29, 2009

Cascarrabias

José Antonio dio el primer picazo, y la tierra le devolvió la herramienta como vara de zahorí que ha detectado un gran manantial de agua subterránea. En sus largos años como sepulturero, él nunca había sentido la tierra resistirse de tal manera a ser hoyada. El entierro era a las once, y aunque él sabía por experiencia que los sepelios siempre se retrasaban, pensó que aun así la sepultura no estaría lista a tiempo. Le dio vuelta al pico y empezó a cavar a toda fuerza con el colmillo de la herramienta, como para ir ablandando la tierra. Y cuando terminó de cavar la fosa, se sintió desfallecido.
Una extraña sensación de cansancio lo dominaba. ¡Uf!, sudaba a chorros, sus manos temblaban estrepitosamente. Miró hacia el fondo de la fosa y advirtió que estaba un poco desnivelado, que aún le faltaba el toque final. Pero antes se sentó a la sombra de un frondoso árbol. Sintió que una brisa moderada sopló por entre el follaje del árbol y algunas hojas marchitas cayeron al suelo. Vio que a seguidas una brisa más débil surgió en forma de remolino, levantó las hojas caídas y las metió por entre el follaje del árbol. No las vio caer de nuevo. José Antonio tuvo la impresión de que las hojas volvieron a aferrarse a las mismas ramas donde habían estado prendidas.
Se puso de pie y caminó casi a rastras hasta el colmado frente al cementerio para tomarse un extracto de malta. Si bien sintió que la bebida lo refrescó un poco, no le devolvió de inmediato las fuerzas como él esperaba. Cuando regresó al cementerio, un hombre notablemente furioso lo esperaba junto a la fosa que él recién había cavado. El hombre lo miró de reojo y le dijo:
—¡Esa fosa está mal hecha, carajo! ¡Usted no es más que un chapucero!
Fue un grito resonante, ensordecedor. A José Antonio le pareció que el hombre tenía la intención de despertar a los muertos para que escucharan esa humillación a que lo estaba sometiendo. El hombre tomó las herramientas de José Antonio (el pico, la pala, la escoda) y entró a la fosa. ¿Quién sería ese hombre petulante y entrometido que venía a cuestionar su trabajo? ¿Sería el nuevo supervisor del cementerio? Le habían dicho que el supervisor iba a ser reemplazado. Le dieron ganas de insultarlo, de enterrarlo vivo, pero estaba tan agobiado…
El hombre salió de la fosa y le devolvió los instrumentos a José Antonio. Luego le pidió excusas. Le dio un golpecito en el hombro, y se fue. José Antonio volvió a sentarse bajo el árbol. Ahora su mente se concentró en la imagen de un hombre que había visto en el colmado, tomándose una cerveza recostado al mostrador. Era un hombre de musculatura protuberante, cuya cabeza rapada y reluciente a José Antonio le pareció diminuta comparada con la robustez de su cuerpo.

2

En una funeraria de la ciudad, los amigos de Humberto desfilan compungidos ante su féretro. Hay escenas de dolor y llanto. Sus familiares lloran desconsoladamente su muerte. Con cuarenta años de edad, aún era muy joven para morir. Además, era una persona tan encantadora. Aunque quisquilloso, eso sí, colérico. En su casa, si el café estaba muy amargo o muy dulce, lo echaba por el lavabo, insultaba a su mujer y él mismo iba a prepararse su café. En la oficina era lo mismo. Si un documento tenía algún error, lo rompía en la misma cara de la secretaria, lo tiraba a la cesta de la basura y se sentaba a redactarlo de nuevo. Nunca estaba conforme con nada. Pero siempre terminaba doblando sus rodillas ante el ofendido. Idalia, su secretaria, decía que Humberto era como la marea: que sube, pero baja. Sin embargo, ayer subió y no bajó. Idalia no le dio tiempo a que bajara, porque ella también subió bien alto. Humberto llegó airado a la oficina. Eran las diez y veinticinco. Se paró frente al escritorio de Idalia, y explotó.
—¿Por qué usted no me dijo que don Andrés me había cancelado la cita? ¿O es que usted se cree que yo no tengo trabajo que hacer?
—Pero licenciado…
—A mí no me venga usted con peros. Don Andrés en Nueva York, y yo como un tonto buscándolo en su oficina, perdiendo mi tiempo, nada más que por culpa de usted.
—Pero yo se lo dije, licenciado, sería que…
—¡Usted a mí no me dijo nada, carajo! ¡Usted no es más que una mentirosa!
—Licenciado, a mí no me diga mentirosa, que yo a usted le he aguantado de todo, pero a nadie le soporto que me llame mentirosa.
—Pues yo sí le llamo como me dé la gana, porque usted no es más que una irresponsable.
—Más irresponsable es usted.
Humberto manoteó sobre el escritorio, como un corcel piafante. Pero no pudo decir más nada. Se fue cayendo de lado, agitado, jadeante, hasta derrumbarse. Idalia llamó al 911 y lo llevaron al hospital. Pero ya era demasiado tarde, el infarto había sido fulminante.
Ahora está en el cementerio. Un sepulturero llamado José Antonio recibe el féretro a las cuatro y quince. Hubo que retrasar el sepelio para dar tiempo a que llegaran unos familiares de Humberto que residen en el extranjero. José Antonio, que tiene como norma no enterrar ninguna caja sin antes asegurarse de lo que hay adentro, levanta la tapa del ataúd y observa el cadáver. Se espanta. Mira a su alrededor, buscando ese mismo rostro del difunto entre los varones que han venido a darle el último adiós, pero no logra encontrarlo.
—Por casualidad, ¿el difunto tenía algún hermano gemelo? —pregunta José Antonio.
—No —le responden.
—Entonces, este hombre vino adonde mí esta mañana, me reprochó que la fosa estaba mal hecha y él mismo terminó de cavar su propia tumba.
José Antonio oye que unos se ríen de él, que otros lo llaman embustero, que otros dicen que está loco. Pero, como para calmar su vergüenza, también advierte que algunos se quedan perplejos.

3

José Antonio tomará el autobús frente a la entrada al cementerio. De regreso a casa, primero tomará un baño y se cambiará de ropa. Más tarde estará sentado a la mesa para la cena. Frente a él estará su esposa Carmen Dilia, a su izquierda su hija Sandra, a su derecha su hijo Ricardo. Como todas las noches, él les contará sus vivencias del día en el camposanto. Regularmente lo hace después de la cena, pero hoy cambiará el esquema, pues habrá tantas cosas que contar. Les hablará de la dureza de la tierra del cementerio, de su extraña fatiga, del remolinillo que devolvió al árbol las hojas caídas, del fortachón microcéfalo que tomaba cerveza en el colmado.
Lo otro no se atreverá a contarlo, no tendrá valor para contarlo. En su casa nadie tiene ni siquiera una mínima idea de quién era Humberto, ni mucho menos de cuáles fueron las causas que lo precipitaron a la tumba. José Antonio ha calculado que por lo tanto, de ponerse a contarles esa otra historia, ninguno de ellos se quedaría perplejo. Que en cambio, Sandra se reiría de él, Carmen Dilia lo llamaría embustero y Ricardo pensaría que su padre se estaba volviendo loco.

No comments:

Post a Comment